EL TEMBLOR SELLÓ MI DESTINO Y LIGÓ MI VIDA AL HOSPITAL JUÁREZ DE MÉXICO

·         A 31 años de aquél fatídico día, reitera que el suceso cambió sus planes, al hacerla desistir de su propósito de regresar a Guadalajara.
·       Más que especial, me siento agradecida con la vida y por la oportunidad que se me dio de seguir viviendo.
 Mi destino se selló justo en aquel momento, mientras el edificio se resquebrajaba y se derrumbaba. Con la sensación de que caíamos y después, al recobrar el sentido  en medio de la oscuridad total; atenazada por la asfixia y el dolor intenso en mi tobillo, atrapado entre los escombros del octavo piso de la Torre Médica del Hospital Juárez, narró la doctora Alma Rosa Quezada García.
A 31 años de aquél fatídico día, reitera que el suceso cambió sus planes, al hacerla desistir de su propósito de regresar a Guadalajara, al término de su especialidad de Pediatría. “Fue ahí cuando decidí quedarme en la ciudad de México, para superar mis miedos y mis temores”.
Al mirar en retrospectiva la magnitud de la tragedia de la que salió ilesa, mientras a su alrededor cientos de compañeros morían, afirma: “más que especial, me siento agradecida con la vida, por la oportunidad que se me dio para tener una familia, inculcar valores humanistas a mis hijos, y a ejercer mi especialidad como pediatra en el Hospital Juárez de México”.
Al ahondar en la memoria, recuerda que esa mañana fue muy especial, porque muchos de sus compañeros llegaron tarde al servicio de “Recién Nacidos de Alto Riesgo”, en el Octavo Piso de la Torre de Hospitalización. “Mi adscrito y yo estábamos pasando visita. Las enfermeras realizaban el cambio de turno, y cambiaban el pañal a los bebés. Entonces se produjo un silencio y todos los que estábamos ahí nos miramos a las caras. En ese instante tuve el presentimiento de que algo iba a ocurrir”.
“Tenía las manos dentro de una incubadora revisando a un bebé y empezó el temblor. Todo se empezó a mover muy fuerte, a tal grado que no había forma de mantenernos en pié o de donde detenernos. El movimiento cobró mayor intensidad y fue entonces cuando empecé a escuchar sonidos como disparos, y por todos lados salían piedras disparadas. Salía mucho polvo”.
“La torre se resquebrajaba. Crujía desmesurada. Todos los que estábamos ahí, estábamos azorados. Eran momentos de mucha angustia, y entre los que estábamos en el servicio, había gritos y llanto. Me dio mucho miedo pero me resistí a la idea de morir ahí,  y me encomendé a Dios. Entonces, en el momento en que el sismo arreciaba, el piso donde estábamos parados empezó a desplomarse”.
“Tuve la sensación de que íbamos en caída libre. Sentí como una especie de vacío; como cuando desciendes en un elevador, y por dentro del estómago todo se va hacia arriba. No supe más, perdí el conocimiento”.
No supe cuanto tiempo estuve así, y cuando desperté todo era oscuridad. Pensé que había perdido la vista. Me pasaba la mano frente a los ojos para comprobar y no veía nada. Me faltaba el aire y sentía que me asfixiaba por la cantidad de polvo que había por todas partes. Tirada en el piso me di cuenta que tenía un dolor muy intenso en mi tobillo, y el pié había quedado atrapado entre las piedras y los escombros.
Nos empezamos a llamar y supe que las enfermeras Elia y Margarita estaban cerca. Otra más, Bety tenía la cabeza dentro de una incubadora. Mi adscrito había quedado cerca, pero ya no me respondió. Toqué su cuerpo y vi que estaba muerto, con las manos todavía dentro de los restos de la incubadora. José Luis, otro compañero pedía ayuda, y nos decía que estaba bajo una viga, pero no había manera de acercarnos. Sentí la impotencia de no poder ayudarlo y al rato dejó de quejarse. Murió ahí.
En cuclillas, las enfermeras y yo nos tomamos de la mano para darnos ánimo. Pensábamos que habíamos caído al séptimo piso, que estaba en obras de mantenimiento, y que nos iban a rescatar desde el noveno piso. No teníamos la menor idea de lo que había ocurrido, ni la magnitud de la tragedia.
Nos rescataron a las 6:30 horas del día siguiente. Habíamos pasado 24 horas de angustia y mucho miedo, porque ahí escuchábamos voces del exterior y dando golpes a las piedras tratábamos de decirles que ahí estábamos.
Empezamos a escuchar que preguntaban ¿cuántos son?, y nosotras respondíamos con cuatro golpes. ¿Hay médicos?, un golpe. ¿Enfermeras?, tres golpes. Entonces dijeron, ya sabemos quiénes son, no se desesperen. Vamos por ustedes. Ya vimos una luz y las estamos viendo. Si, se ve que se mueve una mano. Otra voz que exigía, no le des con la luz en la cara. Fue entonces cuando nos dimos cuenta que no era con nosotros con quienes se comunicaban, porque estábamos en medio de la total oscuridad.
Por fin dieron con nosotros y nos pidieron que nos acercáramos a una abertura que habían hecho, pero yo seguía atrapada, y tuve miedo de que entraran y me amputaran la pierna para librarme del montón de piedras. Con gran esfuerzo pude librarme y me fui arrastrando de espaldas hasta donde estaban los rescatistas que me informaron que me tomaron por los hombros. Me dijeron que estábamos a la altura del segundo piso. Perdí el conocimiento.
Sin duda, señaló la doctora Quezada, se trató de la experiencia más difícil de mi vida, y creo que fue un milagro que lograra sobrevivir en medio de esa tragedia en la que perdí grandes maestros y compañeros.
Fue entonces cuando decidí que no regresaría a Guadalajara, donde vivía con mis padres, y me quedé aquí, enamorada de mi hospital, que me dio la oportunidad de hacer mi especialidad como Pediatra y atender a mis pacientitos en la Consulta Externa. Ahora, con 23 años como profesora, trato de inculcar a mis alumnos el amor por el Juárez, que tiene una gran historia.
Así, mi destino quedó ligado a este gran hospital, y me quedé a vivir en la Ciudad de México a hacer mi vida, casarme, formar una familia y tener a dos hijos: Liliana y Roberto, a quienes he tratado de inculcar los valores de respeto hacia los demás.  

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